domingo, 15 de abril de 2012

La crema Draz

I
Ruido de sillas arrastrándose. Se hace el silencio en la clase. Entra el director, don Pedro, seguido de otro señor. Expectación. Debe ser el nuevo. Se aclara la voz. Don Pedro siempre habla escrutando los ojos de los alumnos. “…como sabéis, don Severino va a necesitar algo de tiempo para recuperarse… así que el centro ha tenido que seleccionar un profesor que se encargará de proseguir la clase de Literatura durante su ausencia. Os presento a don Jose Alfredo”. Murmullos. Comentarios. Las primeras palabras le salen al nuevo maestro un poco engoladas. Mira al suelo. Parece que se ataranta. Se despide don Pedro y sale del aula. La primera sensación que tiene Jose Alfredo, la que vale, es que se ha quedado solo en un corral de miuras.

II
Los primeros días intenta ir de coleguilla. De buen rollo. Pero, a cada intento de iniciativa, alguien siempre acaba poniendo palos en los radios de la rueda. “¡Don Severino no lo hacía así!”, suelta algún sabidillo. Freno de mano. Las comparaciones son odiosas. “A ver, contadme, cómo lo hacía don Severino”. Unos cuentan una cosa. Otros justo la contraria. No hay quien se aclare. Jose Alfredo resuelve: “Don Severino que lo haga como quiera, pero éste, éste es mi método, ¿queda claro? Lo hacemos a mi manera”. Bravo, maestro, así se hace: rompiendo esquemas.

III
No hay manera de avanzar. Cada día se propone navegar, soplar con viento a favor y llegar a puerto con el tema dado. En lugar de esto, lo que se encuentra es calma chicha, nadie en los remos y vías de agua en la línea de flotación. Así no se puede. Aquello es un mercadillo. Nadie calla. No se molestan ni en esconder los móviles ni en ponerlos en modo silencio. Se le suben a la chepa. La paciencia de Jose Alfredo tiene un límite. Y hace ya días que se ha agotado. Pero no puede ir a don Pedro, y confesarle: “Don Pedro, estos alumnos no me hacen ni puto caso”. Declarar eso iría en contra suya. Don Pedro buscaría inmediatamente otro profesor al que sí hicieran caso. Y él estaría, otra vez, esperando inútilmente a que lo llamaran de las abarrotadas bolsas de trabajo. La estrategia, pues, necesariamente tendrá que ser otra.

IV
Jose Alfredo desparrama los ejercicios de sus alumnos por la mesa. Son incorregibles. Malos a más no poder. Casi todos una tomadura de pelo. Una ensalada de desastres literarios. Letras infames. Faltas de ortografía intencionadas para dar y vender. Ideas absurdas y mal desarrolladas. Ausencia total de interés. Bueno, se salva un poco la historia del tío que no tenía el don de la oportunidad, y que siempre llegaba en el momento justo para pifiarlo todo. Je, je, el argumento le suena mucho. Éste, a ver a ver, lo ha escrito… Icíar. Bien por Icíar.

V
Tiene que hacer algo. O acaban con él. Jose Alfredo piensa. Piensa más, a ver si se le enciende la bombilla. Se le ha ocurrido que… no. Es muy descabellado. Pero no deja de rumiarlo y darle vueltas. Lo ha visto hace poco en la película de Brubaker. El nuevo alcaide del penal, Robert Redford nada menos, se infiltra entre los presos. Convive con ellos como uno de ellos. Y, desde dentro, el tío conoce el percal, se entera bien de qué pie cojea cada uno y… mejor no seguir contando. Efectivamente, esto es muy descabellado. Ni sus alumnos son presos. Ni él es ningún alcaide con cara de preso. No, claro. Qué disparate. No. O tal vez. O sí.

VI
Él ha sabido de la crema DRAZ por internet. Crema antienvejecimiento. La pidió una vez para su madre, se le olvidó llevársela después, y ahí la tiene, en el armario del cuarto de baño, sin abrir y caducada. Se extiende y se absorbe bien. Caramba. La sensación es de frescor. Caramba, caramba. Y huele de cine. ¡Otra vez caramba! Mientras la aplica con la yema de sus dedos sobre su frente y sus mejillas, piensa Jose Alfredo: “… por favor, que nadie se entere de esto, que no salga de aquí, porque ésta es la constatación de que algo no carbura bien en mi cerebro…”. Anda pensando en eso cuando… ¿un alisamiento? ¿una compactación? ¿un nuevo brillo? No, no puede ser… Esto es magia. La ruina de los cirujanos plásticos. Alucina. Se pellizca. Se descojona. Ahí está su reflejo, jovial, como si fuera el de un chaval de quince años.

VII
La prueba de fuego. Ha ido a pagar con la Visa la ropa que quería para ir acorde con su nuevo aspecto. Camiseta colorida. Pantalón vaquero rasgado y de doble ancho. La dependienta le ha dicho: “Chico, vete de aquí antes de que llame a la policía. No está bien que intentes pagar con la tarjeta de tu padre”. A Jose Alfredo le han subido de repente los colores al rostro. Pero ha dado un salto. Yupi, la crema DRAZ, desde luego, da el pego.

VIII
“Eh, capullo, levanta, que ése es mi sitio”. El nuevo, nervioso, recoge la mochila, se incorpora, “…perdona, perdona”. Se ajusta las gafas. Y busca nuevo acomodo. Dónde, dónde. Parece que, con una clase tan grande, no hay sillas libres. Va junto a aquella chica, que le despeja un trozo de mesa. “¿Me puedo sentar?”. Ella afirma, “Claro”. Él se deja caer torpe, torpe. La mira de reojo. Y ella a él. “Soy Baker”, balbucea él, todo serio. “Y yo Icíar”. Eso, él ya lo sabía. Icíar.

IX
El de Literatura se va de la olla. Según entraba en clase, “Tú, siéntate allá y tú ahí”. Los aludidos han protestado. ¿Y eso? A regañadientes, han cambiado de sitio. Después, directo, directo, se ha ido hacia los pupitres y ha interceptado, uno, dos, tres y hasta diez teléfonos de datos. Hasta los más camuflados. Qué olfato para descubrir dónde se escondían. Menuda sagacidad. Y acto seguido, con la lista en la mano y el bolígrafo preparado, ha empezado a preguntar a diestro y siniestro. Se ha hinchado a poner ceros. Qué tío.

X
Sabe que no está bien. Y además, eso no formaba parte del plan. Ha quedado con Icíar. Están juntos en la mesa de la esquina de ese bar. Llevan hablando… uf, casi dos horas. Él apura el refresco. Y se salpica con el hielo. Tendría que marcharse ya. Por la madurez que ella demuestra, casi olvida que podría ser su padre. Dios, qué está haciendo. Le entran las prisas. Él va a pagar. Pero Icíar se adelanta. “deja, la próxima tú”. Bueno, vale. En la despedida, “Baker” siente que la voz le tiembla. Y, sin girarse, se lanza a correr. Por pocos metros. La crema DRAZ hará milagros en la cara. Pero el corazón, y los huesos siguen siendo los mismos.

XI
El curso sigue. Después de aquel primer encuentro, él ha decidido que, cueste lo que cueste, va a distanciarse. Se busca un buen-buen lío si se deja llevar por los sentimientos hacia… una menor. Afortunadamente, también parece que Icíar le ignora. Uffff, cómo escuece eso… porque él no puede dejar de pensar en ella.

XII
Sorpresa. Don Severino aparece tras la puerta del aula. Visiblemente demacrado tras su larga convalecencia, agradece las muestras de cariño recibidas. Pero transcurrido este periodo tan duro, y con casi lágrimas en los ojos, está dispuesto a reemprender las clases. “Me han informado que habéis estado en muy buenas manos…”. Voces, uh, uh, uh. Disparidad en las opiniones. En verdad, don Jose Alfredo ha sido un profesor de los que enseñan a amar la literatura. Icíar mira hacia donde está Baker, en la otra punta. Parece haber sido él el único en no sorprenderse por el retorno del maestro titular.

XIII
Hora de salir. Todos salen escopeteados en tropel. Menos ellos dos. Él va a cámara lenta. Quiere, necesita despedirse de ella. Le dirá que se tiene que marchar y que será difícil que se vuelvan a ver. Tampoco le dará muchas explicaciones, sobre todo porque son difíciles de entender. No le contará que la echará de menos. Ni mucho menos le hablará de sentimientos. “Estás muy serio”, dice ella, sacándole de su abstracción. Como para estar de risa, piensa él. Sólo se encoge de hombros. Eco en un aula vacía. Va a hablar, va a decir algo, cuando, así sin querer, advierte que del bolso de ella, asoma un pequeño bote. Dónde ha visto antes él esa etiqueta… dónde. Se enciende la bombilla de nuevo entonces y la asocia a la crema DRAZ, y da un salto. Todo eso en menos de un segundo. ¡BIENNNN! Y le da un abrazo del que ella, sorprendida, no se puede zafar. DRAZ, DRAZ, DRAZ… ya se contarán después sus respectivas historias… poco importan ahora. Él la coge suavemente de la mano y le dice: “…primero, antes que nada, vamos a lavarnos la cara”.

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