domingo, 25 de diciembre de 2011

Gominolas


I
“Abuelo, ¿puedo comer gominolas de las tuyas?” El anciano respira fatigosamente. “¡...claro!”. La casa huele a azúcar. A fresa y a limón. El niño corre disparado hacia la cocina. Se encarama a una silla. Abre los estantes. Uaaaauuuuh. Alineados, decenas de botes y botes transparentes con gominolas de mil colores. Estira el bracito. Alcanza uno. Lo baja. Lo abre. Se llena la manita. Menta. Naranja. El abuelo, que le ha seguido, le observa. “No entiendo, abuelo, no entiendo…”, dice el niño con la boca llena, “cómo teniendo tantas, no te las has ido comiendo ya tú… “. El viejo Leandro hace un gesto de resignación y no le explica que, de tantas que comió en su larga vida, acabó perdiendo el sentido del gusto, y prefiere salvaguardar su tesoro gominolero para que avezados gourmets como este renacuajo sigan viniendo a visitarle con frecuencia en el atardecer de sus días.


II
“Éste es mi hijo pequeño, señor Aguaviva”. “Y tan pequeño, no levanta un palmo del suelo… ¿cuántos años tienes?”. Silencio. “Leandro, el señor Aguaviva te pregunta que cuántos años tienes”. Con voz baja, fina, tímida, casi inaudible, el chico responde: “Catorce”. El señor Aguaviva, que es un hombre tremendo, se levanta. Impone. El niño, piernas enclenques asomando bajo su pantalón corto, tose. “…es muy obediente y trabajador”, tercia su padre. Aguaviva medita. Se estira los pelos del bigote. Segundos de tensión. Las moscas ni se mueven. “Bueno, me lo quedo a prueba”, decide finalmente. Buuuuf, qué peso se quita el padre de encima. “Verá, verá cómo no se arrepiente”. Se despide con reverencias, atolondradamente, gracias, gracias, mil gracias. “Leandro, ya nos vemos a la noche en casa… demuéstrale al señor Aguaviva que tú eres de lo bueno lo mejor…”. Fuera, ha dejado de llover y las calles embarradas lucen sus mejores charcos.


III
No hay ningún segundo más de pausa. El señor Aguaviva levanta con un brazo un saco como si fuera una almohada de plumas. Lo abre por un extremo y lo desparrama por el suelo. Luego otro. Y luego otro más. Un intenso aroma dulzón, afrutado, se esparce por la nave con las vigas de madera. El pequeño está espantado. “A ver, pulguita… recoge todas esas gominolas clasificándolas por sabores”. El señor Aguaviva desaparece hacia otras áreas de la pequeña fábrica, “SABORES ESPECIALES”. Glup. Leandro no sabe por dónde empezar. Pero se agacha. Toma una pequeña gominola. La prueba. No se distinguen por sus colores. Mil sensaciones gustativas. Ha entrado a trabajar directamente en el paraíso. Van pasando entonces los minutos. Fuera, el paso mustio de los carros que vuelven del campo señalan el final de la jornada. Aparece el señor Aguaviva y encuentra a Leandro, en posición firmes. Hacía unos minutos ya que esperaba examinando las gruesas vigas de madera. . Ocho montones. Ocho sabores. Ni un fallo. El señor Aguaviva no da crédito. “¡Qué nano petano, éste!”. Le da una palmada cariñosa en la espalda, que le retumba hasta el esternón. Por fin, parece que el mejor maestro gominolero ha encontrado al mejor alumno.


IV
Es casi un ritual. Una mesa de mobila vieja totalmente despejada. Dos sillas. Un bol de cristal repleto de gominolas y un vaso de agua a cada extremo. El señor Aguaviva y el joven Leandro entran y cierran tras de sí. En ayunas es cuando el sentido del gusto está más despierto. Prueban el prototipo de gominola. Despacio. Desenmarañan el origen de los sabores. Qué te parece, pulga. El chico piensa. Hay algo, hay algo que… “Mucha gelatina 3”, sentencia adelantándose el señor Aguaviva, “se diluye el sabor cítrico”. Ostras, es verdad. Cómo podría habérsele escapado. Leandro trata de buscar una excusa, “yo lo notaba, pero…”. Al señor Aguaviva no le vale. “A ver si a la próxima nos fijamos más”.


V
Leandro se pregunta cómo es posible que una fábrica tan grande de gominolas pueda subsistir si nadie del contorno compra nunca ni siquiera una bolsita de diez céntimos. Todo se remonta, según le ha contado el Señor Aguaviva a Leandro de pasada, a muchos años atrás. La familia regentaba una confitería en el centro de Mardebé. Un buen día apareció de paso un viajante francés, Monsieur Pierre. En el escaparate, las gominolas apenas destacaban entre tanto bombón y dulce como había. Pero aquel señor, sin saber hablar nada de castellano, señaló con el dedo, quiero eso, debió decir, y le dieron a probar una. Y luego otra. Como si no hubiera comido nada en tres días. “C’est magnifique!”. El resultado: cargó con todas las de la tienda. Y al cabo de un mes, pensaron que era una broma, recibieron un encargo de trescientos kilos. Y luego otro más. Todas para el Monsieur Pierre. Hoy en día, dos camiones todas las semanas. Y el resto de las dulcerías marca de la casa habían caído en el olvido. Vuelta a la pregunta del principio, cómo es posible que la fábrica de SABORES ESPECIALES sólo suministre al exterior. “Cuestión de paladar”, sentencia el señor Aguaviva, “los franchutes tienen un paladar distinto al nuestro”. Ahondando en la cuestión, Leandro reflexiona, “a mí, si las gominolas no tuvieran aditivo quince, me gustarían más”. Impacto en la frase. El señor Aguaviva reacciona. Le da una palmada, que como siempre, le hunde el esternón y exclama: “¡Coño con la pulguita!”.


VI
De repente, el silencio. El pedido de gominolas que tendría que haber entrado no ha llegado. El camión no ha llegado tampoco y el almacén está repleto, que se sale. Leandro ha sido testigo de los intentos del señor Aguaviva por hacerse vía conferencia con su viejo amigo Pierre. Infructuosamente. A lo que parece las conexiones telefónicas no cruzan bien los Pirineos. La explicación de la parada en la demanda no tarda en llegar. La envidiosa familia Aguaclara, enemiga de toda la vida de los Aguavivas ha montado una modernísima fábrica, GOMINOLAS ESPECIALES, veinte kilómetros al norte de Mardebé. Con denominación de origen. Y ellos, los Aguavivas, encerrados en su mundo, sin enterarse. Al señor Aguaviva ahora no hay quien se le arrime. Porque quien se le arrime tiene ganada una bronca mayúscula. Por arrimársele. Anda como alma en pena pidiendo a gritos explicaciones a su gente: cómo es que no son capaces de colocar las gominolas (sin aditivo quince) expresamente preparadas para venderlas aquí. Excusas. Inútiles. Qué es eso de que la fama de gominoleros para franchutes nos precede. Pandilla de vagos. Cuando, finalmente, tras casi veinte días, un camión aparece para cargar en la zona del muelle, los empleados casi lo aplauden y le rinden honores. Pero Leandro sabe que los tiempos de dos y tres camiones a la semana han acabado. A partir de ahora vendrá uno al mes. Eso como mucho.


VII
Al señor Aguaviva le han caído veinte años encima de golpe. En una sola semana. Si antes hablaba poco, ahora nada. Su potente chorro de voz se ha secado. Arrastra una afonía crónica. Ha encanecido. Se ha encorvado. En poco tiempo, ha tenido que mirar a la cara a diez de sus mejores trabajadores para despedirlos. En poco tiempo, ha tenido que suplicar a sus proveedores que no dejen de suministrarle. Que él siempre fue pagador puntual y que no piensa dejar de serlo. Leandro y él siguen sentándose en torno a la vieja mesa de mobila. En ayunas. El bol de hoy contiene una gominola delicatesen. Apenas la saborea. “Pulguita”, le dice, “estoy cansado, ya he remado mucho”. A Leandro se le atraganta la gominola. “…es hora de dejar la empresa en manos jóvenes y preparadas”. El señor Aguaviva se refiere a su hijo. Un engreído que ha ido acumulando títulos y másteres. Un caprichoso sin espíritu de sacrificio. Leandro trata de convencerle, “patrón, no deje el barco ahora, que nos hundimos”. El señor Aguaviva arrastra pesadamente la silla, se acerca a su fiel contramaestre de tantos años, su catador de gominolas, y lo abraza. Como siempre, le desatasca el esternón. Con la lágrima fácil, le dice, “por cierto, esta gominola es dinamita pura”.


VIII
El hijo no es el padre. El hijo no es el padre. El hijo no es el padre. Leandro se lo repite mil veces al día. Hablando del rey de Roma, ahí viene, cara a él. “¡Leandro!”, le llama. Él se detiene. Frente a frente. “Leandro, ¿tú quién coño te crees que eres para modificar la planificación de la producción que yo había preparado?”. Cajas destempladas. “Pero es que…”. “QUE SEA LA ÚLTIMA VEZ, ¿ME OYES? LA ÚLTIMA VEZ…”. Leandro agacha la cabeza. Calla. Y sigue hacia delante. El hijo no es el padre. El hijo no es el padre. Por mucho que se lo repite, el concepto no se le queda.


IX
“Bah, son sólo rumores”, exclama Leandro. “¿Rumores? Todo el mundo lo sabe. Nos compran”. Leandro no sabe cómo calmar la ansiedad de los operarios. Pero él mismo los ha visto. A los de “Gumdrops de Qualité”, que han venido ya por aquí varias veces. Se dirige como cada mañana a su pequeño despacho. Qué raro. La llave no entra. No lo quiere pensar. Pero… ¿le han cambiado la cerradura? Corriendo por detrás, viene, le llama Rosario, la secretaria, “Leandro, Leandro, el señor Aguaviva que acudas a su despacho inmediatamente”. Leandro deja de pelear con la llave y la cerradura cambiada. La mañana es larga. Aturde. Leandro no digiere bien lo que está ocurriendo. No le han dejado recoger absolutamente nada de sus pertenencias. Cuando sale de SABORES ESPECIALES, “causando baja a todos los efectos”, tiene la sensación de que, después de toda una vida, después de que llegara allí con pantaloncito corto, lo están echando de su casa.


X
Al viejo Leandro le tiembla terriblemente el pulso. “Abuelo, ¿quieres que te ayude yo?”. “No, no, yo solo puedo”. Se ha subido él también a la silla. Vértigo con tan poca altura. Una caída desde esa altura sería fatal. Ha alcanzado un bote, el más grande. Con las dos manos. Apenas puede con él. Ahora viene lo más difícil. Tiene que bajarse. Duda. O tal vez no. Desde ahí arriba. El nieto lo mira. Expectante. Leandro destapa el bote. Desparrama a cámara lenta toooooooodas las gominolas por la cocina. Ruedan y ruedan. Un intenso y dulzón olor se esparce en el aire. El nano le grita. “Pero, ¿qué haces?”. “Ay, pulguita, se me han caído todas… ¿puedes recogerlas y clasificarlas por sabores?”. El pequeño vuela. Fiu, fiu, fiu. En segundos, ocho montoncitos, ocho sabores. El abuelo salta de la silla. “Nano petano”, exclama. No le duele nada. Abraza al nieto. Ojalá no sea demasiado tarde, el titular es que un viejo maestro gominolero ha encontrado por fin un buen alumno en su propia casa.

1 comentario:

  1. ¡Feliz Navidad! Gracias por el regalo de tus historias de los domingos.

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