domingo, 21 de agosto de 2011

Como los gatos



I
Al doctor Castillejo lo había tenido Adolfo como alumno bastantes años atrás. No estaría entre los que destacaban ni para bien ni para mal, porque Adolfo, por esfuerzos que hacía, no lo recordaba ni remotamente. El dato se lo había apuntado el mismo Castillejo en la primera visita a su consulta. “Usted me dio clases”. Cuándo. En qué año. Adolfo justificaba su falta de memoria: “…ha pasado tanta gente por mis aulas…”. No debió de ser mal maestro, porque este Castillejo le trataba con mimos y atenciones exageradas. Y ahora, ahí estaba, de entre todo un nutrido equipo de médicos especialistas, pilotando personalmente su caso, como jefe del departamento en aquel hospital de referencia, enfundado en una bata blanquísima y mirando con atención la pantalla del ordenador donde se habían volcado los resultados de las últimas pruebas. Castillejo respiró profundamente. “A mí dime las cosas claras”, pidió él. El médico, torciendo el gesto, buscando las palabras adecuadas, sólo dijo: “Adolfo, no pinta bien”. Y él, sin aparentar inmutarse, y conocedor de que su organismo estaba llegando al límite, sólo repuso: “ya, ya lo imaginaba”.

II
Noche oscura. Noche sin luna. Adolfo se había sentado en el balcón. Incapaz de pegar ojo. Silencio en la calle roto por algún grillo compulsivo. Absorto. Aturdido. La cabeza a mil por hora. Por mil caminos, por mil imágenes, acababa siempre desembocando en un: “joder, qué putada… ahora que por fin empezaban las cosas a funcionar y podíamos empezar a vivir sin complicaciones…”. Dentro, en el piso, Sabina tampoco conciliaba el sueño, envuelta en un llanto mudo. La única que sí dormía en toda la casa, profundamente además, ajena a todo, y metidita en su cajón, era la gata Renata.

III
Antes de entrar en el Centro de Investigación para la Inteligencia Artificial, con la ayuda necesaria de Sabina, ya se sentía muy fatigado. Su lugar de trabajo durante tantos años. La obsesión de su vida: que la línea que separa un cerebro humano de un procesador fuera cada vez más delgada. Fueron saludándole muy afectuosamente cada uno de los colegas con los que se cruzaba. “Que no me quieran tanto, por favor”, le decía a Sabina con apenas un hilillo de voz y evidente mala leche. Se quedó solo en su despacho, tal y como había pedido. Con la intención de dejar las cosas arregladas. Tic-tac, tic-tac. El segundero inexorable. Repasó lo que quería hacer. Ordenar viejos papeles. Dejar instrucciones, sobre todo a su discípulo Rogelio. Escribir esas últimas ideas que le rondaban por la cabeza. Enviar notas a los amigos olvidados en el camino. O mejor no. No enviar nada. Eso sí, destruir esos ficheros que pudieran ser comprometidos en el futuro (…). Y viajar, salir urgentemente de aquellas cuatro paredes, y ver un poco de mundo antes de que fuera ya demasiado tarde. Tic-tac, tic-tac. Permaneció dos horas allí quieto, encogido. Sin mover un solo dedo, sin hacer nada de lo que se había propuesto. “…si tiene que venir ese puto tren, que pase de una puta vez, que me recoja y que se acabe todo de una puta vez…”. Nada. Silencio. No venía aquel “puto tren” todavía. Al cabo de un gran rato, y temiendo que le hubiera pasado algo, entraron a la puerta y sin llamar, Sabina y Rogelio. Por ese orden.

IV
“Ven Adolfo, que te queremos enseñar algo”. Lo arrastraron hasta el taller. Qué familiar y desconocido le resultaba al mismo tiempo. “Qué, qué pasa”, preguntó con desinterés. “Mira ahí”. Ya. El ordenador nuevo. El que ocupaba el sitio de un armario ropero de tres puertas. “…lo hemos desarrollado, Adolfo, el transferidor, digo, y vas a quedarte alucinado cuando veas el resultado…”. Adolfo miró hacia el ordenador. Escuchó un nítido: “¡Marrama-miaú!”. Se espantó y se echó para atrás. “… ¿se ha colado un gato dentro?”. Rogelio y Sabina rieron. “No, no, no es eso…”. Rogelio llamó: “…bsssss, bssssss, Renata bonita… ¿cómo estás?”. “Miauuuuuu, miauuuuuu”. Qué potencia sonora. De dónde salían aquellos maullidos. “Lo tenemos, Adolfo, lo hemos conseguido”. El viejo profesor no entendía nada, de nada, de nada. “…que sí, que hemos transferido el cerebro de Renata a la máquina”. “Miauuuu, requetemiauuuuuú”. “Renata nos ve y nos oye, y sigue pensando e interactuando ahí dentro, en el procesador”. A Adolfo se le escaparon las lágrimas, “sabía que se podía hacer, lo sabía…”. Más que ciencia-ficción. Ya estamos ahí, en la nueva era. Adolfo, con nuevos bríos empezó con una batería de preguntas. Y cómo se os ocurrió. Y cuándo. Y por qué. Y por qué Renata, la pobre gata. Ah, ella sí que tendrá dos vidas por lo menos. Ay, cómo os pille la protectora. Detalles. Más detalles. Detalles que le daban nueva luz al soplo de vida que le sostenía.

V
Qué dilema. Qué planteamiento. Rogelio y sobre todo Sabina le proponían “cambiar de carcasa” para seguir viviendo. Bueno, sí, …dejaría un cuerpo que se extinguía y se quedaría dentro de un ordenador, con posibilidad de ver, oír y hablar… pero por lo menos seguirían juntos. Además, qué gran paso para la ciencia. El saltito de Amstrong en la luna, una mieeeerda al lado de este avance. Sus ya agotadas reservas recobraron un impulso y su estado de ánimo subió a lo más alto. Brotaron ideas a borbotones que dejó escritas y descritas con detalle. Se acordó de los amigos perdidos y se propuso reencontrarlos. Adolfo pidió a Sabina que lo llevara, cerca, lejos, a cualquier lugar. A conciertos. A espectáculos. A playas infinitas. A montañas por encima de las nubes. A ciudades y pueblos, donde el dolor se puede aparcar en doble fila sin que te multen. Todo ello con la intensidad y la concentración que da un plazo muy breve de tiempo.

VI
Adolfo apenas pudo decir al despedirse: “…por favor, pagad todos los recibos de la luz, no sea que me desenchufen y acaben conmigo”. Risas, “qué cosas tienes”. Tensión. Sabina y Rogelio empujaron la camilla hacia el interior y la sala quedó vacía. Tic-tac, segundos. Minutos. Horas. Noche. Madrugada. Día.

VII
La puerta volvió a abrirse. Salieron el doctor Castillejo, Rogelio y Sabina. Por este orden. En los brazos de Sabina, parpadeaba por el cambio súbito de luz… la buena Renata. Los tres demudados. Ojerosos. En la cabeza del doctor aún resonaba una advertencia muy lejana, “Castillejo, hágame caso, dedíquese a la medicina… porque la electrónica desde luego no es lo suyo…”. Rogelio se aclaró entonces la voz y dijo: “Bueno… ya está todo dicho…, por lo menos se ha marchado feliz…”. Y Sabina rompió de nuevo a llorar: “…no sé si nos perdonará que le hayamos hecho este teatro… ¡no soportaba las mentiras!”. En ese momento pareció escucharse el silbido de un puto tren. Quien más nítidamente lo percibió fue Renata, que alarmada, se zafó de Sabina, saltó al suelo, y fue a protegerse de la locomotora invisible debajo de los sillones arrimados a la pared, con un sonoro “requetemiauuuuú”.

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